es un asunto muy serio.
Hace pocos días un juez ordenó al Estado colombiano proteger la vida de las abejas, una de las especies más importantes para el óptimo funcionamiento del planeta, por su labor polinizadora. Ahora, los ministerios de Agricultura y de Ambiente están obligados a promover políticas para la defensa de estos insectos y buscar las causas que afectan la supervivencia de los mismos.
Aunque la sentencia podría dar para hacer chistes, el asunto es serio. La reducción de colmenas, tanto en Colombia como en el mundo, han encendido las alarmas sobre la mortandad de la especie. Factores como el cambio climático y enfermedades varias han diezmado la población. Sin embargo, el uso de agroquímicos se ha señalado recientemente como la principal causa de muerte.
La evidencia recabada por los especialistas es clara. En casos documentados recientemente, como los de Tierralta (Córdoba) y Oiba (Santander), donde se presentaron ‘apicidios’, se estableció una intención criminal de acabar con un amplio número de colmenas.
En su pronunciamiento, el juez no accedió a la pretensión del demandante de prohibir fumigaciones con plaguicidas, porque no existen elementos de juicio que así lo justifiquen. El mensaje dijo que es preciso contar con estudios para tomar esa decisión que produciría un corto circuito mayor entre la agricultura y la apicultura.
Justamente, la sentencia señala que podría existir un problema de comunicación. Ahondar en esta separación sería un error, sobre todo si comprendemos que por años han convivido y que, además, el reto de alimentar a una creciente población sin el control químico de plagas es una utopía.
No obstante, un cuidadoso manejo de plaguicidas en la agricultura tiene que ser un imperativo. Es deber de los científicos entrar a analizar cada una de las moléculas de los agroquímicos para determinar su impacto en las poblaciones de insectos. Para usar la figura, la luz de alarma está encedendida, aunque es muy temprano para entender qué la disparó.
Además, el antagonismo planteado es un falso dilema. Está comprobado con estudios en campo que gracias a la polinización cultivos como el aguacate, el melón, el mango, entre muchos otros, aumentan sus productividades y mejoran la calidad de sus frutos. Por su parte, los apicultores pueden percibir mayores ingresos al prestar este servicio, como ya se hace en otras latitudes en donde la actividad apícola está más desarrollada.
Países del vecindario como Brasil, Argentina y Uruguay han desarrollado una industria creciente alrededor de las abejas que va más allá de la producción de miel, jalea real y propóleo, apuntando a servicios más especializados como el de la polinización o la crianza de abejas reina. No hay duda de que Colombia cuenta con todas las condiciones naturales para imitar tales experiencias.
Dicho lo anterior, el liderazgo es clave. Los ministerios de Agricultura y Ambiente deben liderar la promoción de estudios que analicen a fondo la legislación extranjera, las experiencias exitosas y las campañas orientadas a sensibilizar al público sobre la importancia de un eslabón fundamental en la cadena de supervivencia.
Ya en la Comisión Quinta del Senado se discute un proyecto de ley que apunta a proteger a las abejas y demás polinizadores. Abrir espacios de discusión de este tipo ha permitido conocer mucho más sobre una actividad que estuvo por años fuera del radar de muchos.
En conclusión, hay que saber construir a partir del pronunciamiento judicial reciente. Como en otros frentes relacionados, la tarea consiste en definir un buen marco regulatorio y encontrar un equilibrio entre el crecimiento económico, el bienestar social y la protección ambiental, una labor difícil, pero no por eso imposible.